Tengo Miedo
Por Alejandro Ippolito
Me muerde el temor, la furia no me es ajena, pero es el temor lo que me mueve a
embestir a la figura que me incomoda con su amenaza.
No persigue otra cosa que el engaño con su impostada fragilidad. Pareciera que
puede deshacerse con una brisa simple, como una torre de cenizas, pero no es
así.
Yo sé que sus huesos vencidos no descansan, conozco el nombre de su esperanza
y lo aborrezco.
Esa figura está hecha de fuego y de memoria, habita en ella la sustancia de mi
miedo y no puedo menos que golpearla hasta que caiga y se convenza de la fuerza
de mi espanto.
Se presenta ante mí con la arrogancia de los monstruos, creyendo que es inmune
a mi desprecio, suponiendo que mis legiones no podrán dañarla porque se
entretiene en el ejercicio de renacer con cada muerte que le impongo.
Me mira con esa expresión de animal simple, estregado a su destino de ser el
festín de los poderes, la sangre que se diluye en una celebración pagana en el
altar reservado para el sacrificio de los pueblos.
Y es entonces cuando regresa el miedo al cauce de mis venas y me tiemblan los
sentidos y caigo de rodillas invadido por la fiebre de un pasado que me hiere tan
profundamente que no puedo menos que comprender que estoy perdido en este
laberinto que lleva mi nombre en cada pasillo.
El sudor me cubre como un manto gélido y brutal, la seda del tiempo me roza la
carne y abre surcos de un rojo profundo con cada beso de sus labios que son de
arena y de hielo. Es por eso que debo empujarla al abismo más profundo, para
que se pierda por fin hasta que ya no quede ni el eco de su última palabra clavada
en las paredes de mi inmensa fortaleza.
Soy tan invencible como un niño con su espada de madera, como el insecto que
golpea su ilusión de libertad contra los cristales una y otra vez, como el sueño que
se pierde con la primera luz de la mañana.
Tengo miedo, de ese espejo en donde soy una mujer anciana que no entiende,
donde soy un obrero, un maestro, un alumno sin escuela o un actor sin escenario
donde treparse a una ficción.
Tengo miedo de esa imagen que sin piedad me observa y me condena, esa
dulzura mentirosa que no hace más que atormentarme con su nada, su silencio.
Tengo tanto miedo que voy a regar con su sangre la tierra para que entienda que
solo existe el subsuelo del mundo para ella, como alimento del olvido, como un
manantial donde calmar el ardor de mis miserias.
Y sin embargo sigue allí, frente a los escudos que la contienen en su aparente
calma que no es más que una pausa en la descomunal batalla.
Tengo miedo porque sus ojos me dicen que voy a caer.

