Oasis
vitanovski / Getty Images/iStockphoto
La columna de Cultura de María Macaya
Hoy propongo una pausa, un oasis en medio de tanta información, pandemia y espionaje. Suelto el Covid, la coyuntura, los homenajes. Hoy elijo la narración breve, el relato corto, el texto narrativo con imágenes concentradas como las de un poema. Y agrego un desafío, interpretar gráficamente esas imágenes. Al leer se nos aparecen formas, colores, sensaciones. Figuración? Abstracción? No hay límites, hagamos un recreo, un domingo de libre expresión. Por qué no?
Subterránea
de Alika Lu
Julio 9, 2019
Ella y su maniquí se bajaron en Callao.
Ella:
Vestido rosa a lunares negros (que solo pocas afortunadas podrían ostentarlo con tanta elegancia).
Sandalias negras con puntera de cuero (que no me atreví a preguntar por el origen aunque las deseaba).
Pelo ondulado, recogido, negro.
A su derecha portaba una valija pequeña, con ruedas. Lo que sea que allí adentro ocultaba no podía ser menos que encantador, como toda Ella.
A su izquierda, Yo, que de tanto en tanto la miraba de reojo para guardar detalles de su presencia luminosa, arrolladora.
Su maniquí:
Vestido negro con mangas de tul plumetí, a un largo que rozaba las rodillas imaginarias de lo que en realidad era medio manequí.
Una guitarra empieza a sonar, eléctrica, estridente, apabullante. Un minuto después un piano, clásico, monótono. En otra situación podría haber sido un ensamble de vanguardia: dos músicos, dos instrumentos, distintos géneros. Pero allí, cada uno en su vagón, a su tempo, no podían provocar más que expresiones de horror por parte de su público cautivo. Y así estaba siendo, así lo estábamos viviendo Ella, su maniquí y Yo.
Nos miramos. Aunque ambas lo pensamos Ella (o tal vez yo) dijo (o dije) «esto es una tortura». Ella (ahora seguro Ella) agregó «es una película de terror, y encima el calor».
Era una película, y Ella y su maniquí eran en mí película sus personajes principales.
Nos reímos. (De tener cara apuesto que su maniquí también hubiera acompañado el gesto).
Ya muy cerca de la próxima estación se paró, puso su maniquí bajo el brazo izquierdo, tomó con la mano derecha su valija, cruzamos nuevamente miradas y volvimos a reír.
Ella y su maniquí se bajaron en Callao.
Mientras de manera lenta el tren comenzaba su andar, Yo adentro y Ella afuera, a través del vidrio de la ventanilla nos despedimos para siempre, con los ojos achinados y una sonrisa en ambos labios.
Nota: «At the end» la tragedia fue transformada en comedia por la complicidad de dos mujeres que no permitieron, que el final de su película, se limitara a terminar con la sensación agobiante de una calurosa jornada subterránea, y una banda de sonido que hacía aún más insoportable la vuelta a casa.
ELLA
de Daniel Lozano
Valencia 1987
Le gustaba hacerme rabiar, sacarme de quicio, llevar mi paciencia hasta el límite, pero nunca conseguía sobrepasarlo. Bastaba con una mirada traviesa acompañada de un guiño para que todo mi enfado se convirtiese en una sonrisa que, aunque yo no quisiera esbozar para que me tomara en serio, tampoco podía reprimir. Y era como si nada hubiese pasado.
Solía venir a mi casa a pasar las tardes, veíamos películas tumbados en el sofá o saltábamos sobre él, bailando los viejos vinilos que tenía, a todo volumen. Merendábamos macarons, sus preferidas, y salíamos a dar una vuelta por las calles estrechas del centro en busca de una librería, donde podías sentarte en unos colchones y leer todo el tiempo que quisieras y, si tenías suerte, te daban zumo y pastas de té. Algunos días, ella escogía un libro y comenzaba a leer en voz alta mientras yo, acomodado a su lado, me dejaba llevar por la curva melódica de su entonación hasta los umbrales del sueño. Otros días interpretábamos obras de teatro, con un dramatismo casi telenovelesco, hasta que la señora Blanchard, la dueña, nos invitaba amablemente a salir. Poco a poco, ése se había convertido en nuestro pequeño ritual.
Yo no sabía francés y no es que París me entusiasmara, pero ella como tantas chicas de su edad, tasaba su felicidad en vivir en un estudio en Montmartre, salir con un fotógrafo o un escritor y pasear por el Sena curioseando láminas, libros y cuadros vintage. Yo no era fotógrafo ni escritor, pero supongo que ése era un pequeño sacrificio que podía permitirse, sin que su vida soñada perdiese candor.
A veces me quedaba observando su vitalidad, su ligereza, esa alegría grácil y juvenil que todavía conservaba y que me hacía parecer un adulto a su lado. No era sólo la diferencia de edad, sino la sensación de que para mí el mundo ya había perdido su magia y su misterio. Y eso era motivo de algunas discusiones, cuando ella actuaba como si no hubiese normas, ni límites, ni errores. Pero en el fondo es lo que más admiraba de ella, que a pesar de vivir en un mundo imperfecto y triste, parecía percibir sólo aquello que todavía podía ser bello.
Probablemente algún día se rompería el encanto y el desencanto de la realidad le haría ser más sensata y dejaría de verme de la forma con la que lo hacía ahora y ya no buscaría mi complicidad con guiños y sonrisas, sino que cada discusión nos iría distanciando. Y dejaría de venir a mi casa por las tardes y no veríamos películas ni bailaríamos sobre el sofá, ni ella me leería, ni la señora Blanchard nos echaría de su librería. Entonces vivir en París ya no tendría sentido y terminaría apareciendo un joven que daría un nuevo impulso a su vida.
No pasaba día en que este pensamiento no se cruzara por mi mente, pero lo cierto era que cada noche cuando finalmente la acompañaba a casa y su última sonrisa se quedaba grabada en mi retina, tenía la certeza de que todos esos temores nunca pasarían.
«And she only reveals what she wants you to see.
She hides like a child but she’s always a woman to me.»
Hoy mi canción es: «She’s always a woman» Billy Joel (Gracias a Paulina V.)
Espiral
Microrrelato: de Enrique Anderson Imbert
(Argentina, 1910-2000)
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse
el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.


