La Cuestión del Puerto – Capítulo 13: «Inframundo»

VisiónPaís/ agosto 3, 2021/ Sin categoría

Décimo tercer capítulo de «La Cuestión del Puerto»  novela de ciencia ficción sobre Argentina 2040  con textos de Gastón Garriga, ilustraciones de Rodolfo Parisi y curaduría de Daniel Roncoroni.

Agosto 3, 2021

«Inframundo»

“No comía, no amaba, no escribía, fumaba como esperando que lo vengan a buscar también, Buenos Aires era entonces un intenso chupadero, y los chupadores se habían olvidado de él. A lo mejor era peor, ni siquiera lo tenían en cuenta…”. Diario de la Argentina – Jorge Asís

Bajaron por la boca del subte B de Chacarita, pero las cortinas metálicas, de uno y otro lado, estaban perfectamente cerradas. No había cómo ingresar por allí. El Negro propuso abandonar, pero Osvaldo insisitió: lo había escuchado más de una vez como rumor y ahora que tenía la oportunidad de confirmarlo o desmentirlo, sentía la necesidad de hacerlo.

El Negro aceptó de mala gana, como cada vez que a su compañero se le metía algo en la cabeza. Discutir con él era perder tiempo. Mejor dejar que se sacara las ganas de una vez y pasar a otra cosa.

Caminaron rápido, casi trotando, por Corrientes hasta Dorrego, pero tampoco tuvieron suerte. Estudiaron el cuadro de situación, pero no vieron ninguna entrada. En la estación, del lado de la plaza, un detalle les llamó la atención. Un tramo de la cortina metálica, zafado de su guía. Haciendo fuerza para abrir la cortina, quedaba un hueco de unos cuarenta centímetros de ancho y el doble de alto, a la altura del pecho. Era lo que buscaban.

Osvaldo se tiró de cabeza, apoyando por delante los antebrazos y girando en la caída, como había aprendido en sus lejanos años de la Escuela Superior de Cuadros. Todavía en cuclillas, hizo un esfuerzo por escrutar la penumbra. Sacó el teléfono y se alumbró apenas, dos destellos.
-Dale, Negro. Avancemos.

El Negro hizo una caída similar. Instintivamente, caminaron hacia el Bajo, sin siquiera pensarlo. Habían dado una docena de pasos cuando escucharon un silbido, que se fue repitiendo en postas, cada una más lejana, hasta perderse del todo. Los habían visto. Pero, más importante, querían que lo supieran. No son rastreros, pensó el Negro, porque no buscan sorprendernos.

De los cables del techo se descolgaron dos muchachos, se dejaron caer justo delante del Negro y Osvaldo. Uno de ellos prendió una antorcha y los cuatro se estudiaron en silencio. Los guardias eran pálidos, flacos pero fibrosos. Portaban armas largas de corte, tal vez espadas o sables, cruzadas en la espalda. Se los veía serenos, como si no percibieran en los visitantes una amenaza. El Negro supo que la antorcha era un gesto de cortesía hacia ellos: los locales veían perfectamente ahí dentro.

Un detalle llamó la atención de Osvaldo. Ambos portaban, a modo de distintivo, unas coloridas kipas iraquíes, cuyos bordados en plata destellaban ligeramente en la oscuridad. Era la señal que necesitaba.
-¿A qué debemos el honor? No viene mucha gente acá abajo.
-Buscamos a un viejo amigo. Dicen que se perdió acá.
-¿Quién dice eso?
-Habladurías.
-¿Y dos hombres grandes se guían por habladurías?
-Habitualmente no, pero por un compañero, vamos a agotar todas las posibilidades antes de rendirnos.

El que no había preguntado se cubrió la boca con las manos y emitió otro sonido, distinto del anterior, que se repitió tres o cuatro veces. Enseguida, un ruido metálico, como de fricción, fue in crescendo. Los guardias se pararon a los costados de la vía, para hacer lugar a un carrito de montaña rusa, que se detuvo junto a ellos.
-Su respuesta es noble y acertada. Vamos a conducirlos hasta el maestro. Pero sólo eso. No podemos garantizar que los reciba.

Saltaron los cuatro dentro del carrito. Se desplazaron en él por la vía haciendo un sonido ensordecedor, que impedía cualquier conversación. Detuvieron la marcha unos metros antes de la estación Abasto y se apearon los cuatro. Apareció enseguida otro tipo, con una kipá más vistosa e intercambió un par de palabras inaudibles con los guardias.
-Él los conducirá hacia el maestro-. Se despidieron juntando las manos en posición de oración, haciendo una mínima reverencia.

-El Maestro Iluminado Bacha siempre se hace tiempo para los nuevos discípulos. Son muy afortunados-, afirmó el guía en un susurro. Caminaron detrás de él por la vía, se incorporaron al andén de un salto y lo siguieron escaleras arriba, hasta el nivel intermedio. La sala de meditación.

Un par de antorchas de cada lado evitaban que la oscuridad fuera allí completa. Treinta, cuarenta personas, dispuestas en semicírculo, meditaban sentadas en el piso en posición de loto. La concentración era tan fuerte que cargaba el aire de energía. Bacha hacía lo mismo, en idéntica posición, pero sobre el mostrador de las boleterías, de cara a sus fieles, en el centro de la herradura. Su kipá iraquí estaba bordada exclusivamente con hilos de oro y no lograba ocultar del todo su inapelable calvicie.

A su espalda, pendían toda clase de reliquias: un gorro de UPCN, una remera de Peronismo Militante, viejas ediciones de La Comunidad Organizada, Conducción Política y El Modelo Argentino, boletas electorales ajadas y amarillentas, cajas con el logo de la Fundación Eva Perón, retratos de Freud, Lacan, Osho y Goenka.

-Es él-. Osvaldo no controló el volumen de su voz y Bacha abrió un ojo y enfocó su mirada en ellos. Temió alguna reprimenda, pero Bacha se acercó a ellos con una enorme y amistosa sonrisa.
-Maestro Bacha-, dijo Osvaldo, cuando lo tuvo cerca.
-Maestro Iluminado-, corrigió. -Vengan, vamos abajo, así no interferimos con la meditación de los hermanos-, y acompañó sus palabras con el gesto de juntar las palmas de las manos.

Volvieron al nivel anterior, el de las vías. Caminaron por una serie de pasillos hasta llegar a un pequeño cuarto, probablemente donde antes se guardaban herramientas o productos de limpieza. Bacha prendió una vela, se sentó sobre un zafu y les señaló a los invitados los zafus libres.

-Yo amo a esta ciudad. Por eso no me fui cuando se habilitaron las corrientes migratorias de los peronistas porteños. Tampoco estaba dispuesto a arrodillarme frente a los unitarios. Entonces armé esto. El Peronismo Espiritual. La ciudad no va a durar para siempre. Nada dura para siempre. Acá aprendemos a esperar.
Osvaldo estaba fascinado. Bacha se había convertido en una mezcla de Coronel Kurtz y Noé. El Negro, más pragmático, le preguntó cómo estaban las cosas arriba.
-Las lecciones de la providencia son cada vez más duras, pero el unitario es terco. No quiere aprender. Le esperan castigos más severos.
-Nosotros somos su castigo-, retrucó Osvaldo.
-Somos la rabia-, dijo el Maestro Iluminado Bacha, su sonrisa se ensanchó y el Negro supo que ahí abajo, además de un loco, había un peronista. Un peronista que tenía una orga en los túneles abandonados del subte de Buenos Aires. Un elemento valioso. Pero, probablemente, intuyó, no muy estable.
-¿Qué los trae acá abajo?-, el Bacha parecía leerles los pensamientos. El Negro se incomodó.
-Curiosidad.
-¿Antropológica? ¿Política? ¿Ontológica?

-Somos la rabia-, dijo el Maestro Iluminado Bacha y el Negro supo que ahí abajo, además de un loco, había un peronista.

Entonces, el Negro recordó quién era ese buda. Era su amigo Agote, compañero de Parque Patricios, brillante e inconducible a la vez. El hombre que, mostrándole su revólver en el Bar El Globito, ante la pregunta “¿lo apretaste al Secretario?”, contestó: “Sí, tiré la puerta a patadas para que asuste, pero nada. A ese le da lo mismo un tiro que un café con leche”.

-Bacha, ¿cuánto hace que no nos vemos?
-Los cálculos temporales no son mi fuerte.
-Hace más de quince años. Tal vez veinte. Es increíble cómo chocaron la calesita estos-, Osvaldo señaló hacia arriba, hacia la ciudad pantano. El Negro lo codeó, para que no hablara de más. -Todo lo que escuchábamos de este lado de la General Paz era terrible. Tanto, que quisimos comprobarlo. Pero los rumores se quedan cortos. Es peor.

Se hizo un silencio profundo. El Bacha estiró su mano hasta un pastillero y se tragó en seco cuatro comprimidos de distintos colores. Se frotó las sienes y luego habló.
-La mala noticia es que esto se cae como un piano y en su caída daña a muchos inocentes. La buena es que está regalado. El que tenga un poquito de ambición y un poquito de patriotismo, ordena el kilombo en un par de meses.

Volvió a reinar el silencio. Esta vez, hasta se podía saborear.
-Acá cultivamos noble silencio y noble palabra. Sólo abrimos la boca si lo que tenemos para decir es mejor que el silencio.

Era verdad, el Maestro Iluminado Bacha leía el pensamiento. Se había recluido en los túneles para desintoxicarse de la neurosis urbana. Se había depurado, había sacado de su mochila el bastón de mariscal y ahora presentaba la mejor versión de sí mismo.
-Tendrías que venir a enseñarlo a Argentina.
-Si me lo pide Máximo… Voy con gusto-, dijo el Maestro Iluminado, con un dejo de afectación.
-Gracias por su tiempo, Maestro Iluminado-, el Negro, que empezaba a hartarse, se puso de pie para partir. -Una última cosa… ¿quién puede tener data palaciega, de lo que ocurre dentro del poder unitario?
-¿Recuerdan al Francófilo?
-¿Monsieur l’ ambassadeur? ¿Vive?-, preguntó Osvaldo, sorprendido.
-Es la información que tengo, probablemente mala. Vive en el mismo lugar de siempre.
-Vamos, Negro. Yo sé dónde está.

 

-¿Recuerdan al francófilo? ¿Monsieur l’ ambassadeur?

Continuará…

Fuente La Cuestión del Puerto
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