La ciencia argentina. Desde 1810 hasta 1955 – Parte 2

VisiónPaís/ agosto 4, 2019/ Sin categoría

Rastrojero Diesel

Por Bruno Pedro De Alto

Segunda parte: El desarrollo tecnológico de la industria nacional, antes y durante el primer peronismo.

En Argentina hubo ciencia, aunque ciertamente acotada y aislada ya a partir de su constitución como país en 1810. Desde aquel entonces, hasta la dictadura autoproclamada como Revolución Libertadora que derrocó al peronismo en 1955, se sucedieron notables hechos que aquí queremos contar.

El episodio sobre el financiamiento de la computadora de la FCEyN (https://visionpais.com.ar/presencia-y-omnipresencia-de-bernardo-houssay-segunda-y-ultima-parte/) puso en evidencia que había quienes pensaban un CONICET ligado a la planificación y coordinación de actividades científicas tecnológicas, con orientación hacia la producción, en un marco de desarrollo económico orientado por el Estado. Sin embargo, a pesar de lo obtenido puntualmente por García y Sadosky, el CONICET que se edificó fue el del investigador individual con subsidios para sus actividades.

Al momento de crearse el CONICET como organismo nacional de ciencia y tecnología, ya habían transcurrido casi 30 años de desarrollo industrial por substitución de importaciones y fortalecido a partir de mediados de la década del 40 por el giro político que implicó el mayor involucramiento del Estado en esos procesos industriales. Lo que vino a insinuarse en el golpe del 43, y lo profundizó el peronismo del 45, fue la mirada distinta sobre los modos de producir riquezas nacionales y como distribuirlas entre los habitantes. Estos cambios implicaron el desarrollo de una Argentina industrial, con burguesía nacional y trabajadores industriales urbanos. Y una industria propia necesitaba desarrollo tecnológico, y como veremos con mayor detalle más adelante, el peronismo logró grandes avances sin necesidad de la investigación tradicional, especialmente sin la UBA, porque le era adversa políticamente y porque ciertamente no estaba preparada para el desafío de contribuir al desarrollo tecnológico.

Pero es válido afirmar que el escaso requerimiento de la comunidad científica por parte del sistema productivo argentino no fuera entera responsabilidad de esa manera de concebir la actividad científica. Uno de los aspectos era que el desarrollo de ese entonces era liderado por las empresas transnacionales, con ciencia y tecnología propias importadas, y sin recurrir a los científicos argentinos. El otro aspecto crítico era el entramado estatal de desarrollo tecnológico, y la emergente industria nacional que tampoco le requerían colaboración a la comunidad científica. Por ese camino transitó el peronismo entre 1945 y 1955; y también lo hicieron aquellos que trabajaban bajo la advocación de la independencia tecnológica o en el credo de conformar el «tecno nacionalismo» que atravesaría la Argentina durante las décadas de 1960 y 1970.

El sucesivo reimplante del sueño de una Argentina industrial vino a romper sistemáticamente la predominancia de la Argentina agroexportadora, por ello este libro propone que no se pueden entender muchas cosas de la Argentina, si no se la analiza tomando en cuenta la permanente tensión que significó definir su matriz productiva, esto es, plantear de qué manera se definen las preguntas: ¿De qué vivir? ¿Qué producir? ¿Qué cantidad? ¿Qué proporción?

Para ubicarnos con mayor precisión en ese proceso histórico de debate y tensión, éste estaba fundamentalmente centrado en el rol de la industria nacional y sus estrategias de implantación, desarrollo e independencia. Como autor me decido por la opción por una Argentina industrial con una fuerte base agropecuaria. Quien alguna vez nos lo explicó claramente en persona fue el maestro Jorge Schvarzer[1]. Para reproducir sus definiciones básicas basta citar un artículo suyo donde señala

«La revolución Industrial comenzó hace dos siglos y medio y desde entonces sabemos que la industria es el factor esencial en el desarrollo de las naciones. La experiencia al respecto es concluyente. Ella permite observar que no hay naciones desarrolladas que no sean fabriles, porque no hay otra vía de desarrollo; la inversión de la prueba no es menos cierta y confirma lo anterior: no hay naciones fabriles que no sean desarrolladas. Industria y desarrollo son sinónimos de bienestar. Hay, sí, naciones ricas por sus recursos naturales, como Arabia Saudita, con el petróleo, o las islas con playas en el Caribe, pero sus limitaciones son evidentes. Ser «rico» no es igual a ser desarrollado. La experiencia argentina, con el auge de la carne y los cereales pampeanos a comienzos del siglo XX y un prolongado retroceso después, en el listado de las naciones por su ingreso, se debe, precisamente, a que el país había perdido sus ventajas naturales y no logró reemplazar ese activo con una industria pujante.

(…) la apuesta al desarrollo sigue estando basada en la industria. Acompañada por el agro, por supuesto; no hay razón alguna para despreciar el potencial productivo de la tierra que puede y debe desarrollarse con toda su fuerza. Pero si queremos ser un país desarrollado, éste deberá ser industrial, acompañado por un agro consolidado y eficiente. No un país «agroindustrial», como dicen los que siguen enamorados de un pasado que no volverá, sino un país industrial con una fuerte base agropecuaria. La diferencia no es inocua y la brecha se aprecia en las actuales protestas de los productores agrarios que creen que ellos son «el país», que «alimentan» a los demás y hasta suponen que subsidian a la industria.

(…) la industria no es enemiga del agro pero el agro debe cuidarse del impulso pernicioso de tratar de destronar a la industria del rol decisivo que ella debe cumplir en el desarrollo nacional»[2].

Esta tensión, como debate, y conflicto, se renueva desde nuestros inicios como Nación. Fue la tensión entre la Colonia y el Imperio por el monopolio. La puja de las precarias industrias del interior y los ganaderos bonaerenses exportadores de cueros, previo a la Revolución de 1810, la misma Revolución que apostó a la apertura de las manufacturas británicas y el desplazamiento de las propias. Fue también un joven Manuel Belgrano, en 1803, que como Secretario del Consulado aportó una innumerable cantidad de propuestas y acciones en defensa de la agricultura, comercio e industria local.

Pasadas las guerras intestinas, con Buenos Aires y su puerto dominando la escena política se debatía ya en el Congreso Nacional, si la matriz productiva debía ser agroexportadora o agroindustrial complementaria. Allí, otro joven elevó la voz, el diputado de 28 años Carlos Pellegrini, que junto a Vicente Fidel López, perdieron el famoso debate por la Ley de Aduanas que consolidó la senda del modelo agroexportador y que relegó a la industria argentina a la postergación.

Particularmente queremos destacar el pensamiento de Pellegrini, que nunca dejó de ser un liberal, un hombre de élite y un bon vivant, pero que en este punto se mantuvo coherentemente de por vida como defensor de una industria nacional. (https://visionpais.com.ar/proteccionismo-vs-librecambio/) De su pensamiento elegimos estas líneas:

“…todo país debe aspirar a dar desarrollo a su industria nacional. Ella es la base de la riqueza, de su poder, de su prosperidad y para conseguirlo debe alentar a su establecimiento allanando, en cuanto sea posible, las dificultades que se opongan a él” [3].

«… nuestra fuente de riqueza (el campo) sólo produce pasto y por lo tanto toda ella depende de las nubes»[4].

“No puede haber gran Nación si no se es Nación Industrial, que sepa transformar la inteligencia y la actividad de su población en valores y riquezas por medio de las artes mecánicas”.[5]

Después del debate, resolución y expansión de la Argentina como agroexportadora a fines del siglo XIX, vendrían muchos ejemplos de pujas por reinstalar e imponer un lugar para el desarrollo industrial y tecnológico. Esto se dio con luchadores individuales y colectivos, con experiencias menores o de magnitud, aisladas o de gran impacto; signadas por dificultades propias, pero de manera sistemática en conflictos con los intereses del modelo agroexportador impuesto, que al paso del tiempo desarrollaba y refinaba sus instituciones y valores culturales dominantes. Ese desarrollo y refinamiento era tanto para su fortalecimiento como para el enfrentamiento.

Cada vez que el desarrollo industrial y tecnológico argentino se instalaba en busca de su lugar, venía a cuestionar el modelo de país agroexportador en tanto excluyente. Y en alguna medida, también se exponía a toda la virulencia que ese modelo tenía al detentar el poder de disuadir y reprimir como sector dominante. Sobran los ejemplos.

Así lo demuestra el caso del General Mosconi, que apostó a la independencia económica argentina con una industria abastecida con petróleo nacional. En 1907 se descubrió petróleo en cercanías de la ciudad chubutense de Comodoro Rivadavia, donde en tierras de concesión fiscal se buscaba agua. Ese hallazgo puso en evidencia la precariedad del código minero vigente donde se obligaba a conceder cualquier solicitud de cateo privado. El criterio era similar para la exploración de las minas, se concedían a particulares por tiempo ilimitado. Esa precariedad legislativa fue salvada en 1909 con la Ley 7059 que fijaba una zona reservada para la explotación del Estado, alrededor de aquel primer cateo.

La decisión soberana de crear una empresa nacional de petróleo le correspondió al presidente Hipólito Yrigoyen, quien designó al general Mosconi al frente de la empresa nacional Yacimiento Petrolíferos Fiscales (YPF). En 1922 se creó YPF y nació pobre[6], apenas heredó unas precarias instalaciones en Comodoro Rivadavia y Neuquén para destilar su producción. No daban abasto: en 1922 se extraían trescientos diez mil toneladas de crudo y sólo destilaba veinte mil cien (apenas un 15%), el resto era mal vendido a otras petroleras. Por ello, cuando Mosconi planteó la necesidad de construir una destilería cercana a la ciudad de Buenos Aires tuvo enormes dificultades con la banca privada, que no le aceptó canjear las letras de Tesorería prestadas por el Gobierno Nacional a YPF. Ello se debió a la presión y vinculación de los bancos con las empresas petroleras norteamericanas. Estaba en juego aumentar el volumen de venta, y con ello bajar el precio de la nafta y otros hidrocarburos para la industria y el consumo. El dilema estuvo saldado cuando un vocal de la Comisión Administradora de la empresa, Carlos Madariaga, ofreció parte de su fortuna personal para comprarle a YPF esas letras.

Luego vendría el llamado «sueño del desarrollo tecnológico» de los primeros gobiernos de Juan Domingo Perón. Sus comienzos y epicentro estaban en las instalaciones cordobesas de la Industria Aeronáutica y Mecánica del Estado (IAME). En 1951 Perón creó IAME en reemplazo del Instituto Aerotécnico, con la intención de producir aviones, tractores, motocicletas y automotores. La empresa comenzó sus actividades dentro del ámbito de la Fábrica Militar de Aviones en la Provincia de Córdoba, que estaba en actividad desde 1927 y contaba con instalaciones, equipamiento y personal técnico orientado a la producción aeronáutica. Llegó a ocupar entre operarios, técnicos y administrativos a 9 mil personas.

Por lo tanto para producir automotores, motocicletas, tractores, utilitarios, embarcaciones en plástico reforzado con fibra de vidrio, y aviones, tal como era el plan previsto, fue sólo posible por su capacidad y flexibilidad tecnológica. El logro mayor sin duda, la «utopía» de aquel sueño, fueron los aviones Pulqui, I y II[7], que al volar en 1947 y 1950 respectivamente transformaron a la Argentina en el primer país de Iberoamérica y el octavo en el mundo en realizar aviones cazas a reacción.

En relación a la producción automotriz, ésta se inició con el sedán para cuatro pasajeros denominado Institec. Este vehículo económico contaba con un motor de dos tiempos y dos cilindros producido en la Fábrica de Motores y Automotores. Derivada del sedán se lanzó más tarde una versión Pick Up. Luego, a partir del chasis y motor de un sencillo tractor allí desarrollado y conocido como «Pampa», nació el «Rastrojero», un pequeño vehículo utilitario que lanzado al mercado en 1952, ganó la aceptación del público. Dado su éxito, se necesitó instalar en la localidad de Isidro Casanova la primera fábrica argentina de motores gasoleros.

Casi todas estas iniciativas fueron abortadas en 1955 por la dictadura de Aramburu. A la caída de Perón, Aramburu reorganizó IAME para que sólo fabricara utilitarios y la denominó Industrias Mecánicas del Estado (IME). Pero la experiencia terminó con la dictadura de Videla y su ministro de economía Martínez de Hoz, quien justamente cerró la empresa estatal. En ese momento contaba con más de 70 proveedores, 100 concesionarios en todo el país y más de 3000 empleados. Su vehículo más popular, el Rastrojero Diesel, dominaba el mercado de pick ups diesel con el 78 % de participación en el mercado.

De aquellos embates sobrevivieron, aún frente a profundas adversidades, en particular la Comisión de Energía Atómica (CNEA) y las iniciativas de desarrollo tecnológico que llevaron adelante las empresas estatales, como Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (SEGBA) que alcanzó importantes logros marcando el camino en la formación de oficios, con desarrollo de tecnología eléctrica, definiendo marcos normativos y con una fuerte influencia en la formación media y universitaria; o la misma YPF con sus laboratorios en la localidad de Florencio Varela con cientos de ingenieros y químicos trabajando en investigación y desarrollo de hidrocarburos nacionales.

Los ejemplos son interminables, y estremecedores por su actual ausencia.

Muestras implacables que significaron cuñas de desarrollo industrial y tecnológico dentro de un país con un modelo dominante – el agroexportador – que poco las toleraba. En función de eso, y dependiendo de la correlación de fuerzas, esas experiencias eran resistidas con el famoso «palo en la rueda», o directamente barridas de la escena.

Tampoco se puede obviar un aspecto interesa particularmente en el contexto general de este libro: en cada una de estas experiencias estuvo ausente la universidad y la ciencia institucionalizada de Argentina. Durante el mismo período, la ciencia se organizaba y alcanzaba la cúspide como factor de opinión e influencia, llamándose a sí misma como factor clave para la elevación espiritual y atreviéndose a definirse como determinante para el bienestar y la riqueza de un país moderno. Sin embargo, cada ejemplo de desarrollo industrial y tecnológico expuesto fue hecho por ingenieros, físicos, químicos, mecánicos, operarios, etc., evidentemente formados en las universidades y escuelas nacionales, pero que lograban desplegar sus habilidades, mayoritariamente definibles como ciencias aplicadas, tecnologías o simplemente técnicas, a problemas concretos surgidos de definiciones políticas concretas.

El divorcio entre la ciencia argentina y el desarrollo industrial era profundo. Vendrían intentos de encauzarlo y el centro argumental de este libro se ocupa de ello cuando se explicará lo que sufrió el desarrollo y fabricación de una computadora argentina en términos de violencia en manos del modelo dominante que no quiere saber de cambios o modificaciones al status quo. Esa dominación fue capaz de apalear primero, y luego de torturar y matar.

[1] Jorge Schvarzer economista argentino. Ex miembro del Plan Fénix:
[2] Jorge Schvarzer. «La industria para el despegue argentino». En Revista Caras y Caretas. Junio 2008.
[3] Carlos Pellegrini. “Discurso ante la Cámara de Diputados en la sesión del 14 de septiembre de 1875” En Carlos Pellegrini, legislador y hombre de Estado, Colección Vidas, leyes y obras de los Legisladores Argentinos. Artes gráficas Yerbal SRL. Buenos Aires 1998.
[4] Carlos Pellegrini. Ibíd.
[5] Carlos Pellegrini. “Carta al Dr. Ángel Floro Costa; 1902”. En www.fundacionpellegrini.org.ar.
[6] El biógrafo de Mosconi, Juan Carlos Vedoya la definirá a YPF en el momento de su nacimiento como «cenicienta».
[7] Los aviones Pulqui I y II fueron un proyecto de aviones caza desarrollados entre los años 1949 y 1953 en la fábrica estatal de aviones de Córdoba. Alejandro Artopoulos. Tecnología e innovación en países emergentes. La aventura del Pulqui II. Editorial Lenguaje Claro. 2007.
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