El Tercer 17 de Octubre
Del libro de Daniel Di Giacinti, «Peronismo: ¿Reforma o Revolución?»
El día de la militancia
“…Perón conocía los riesgos de su viaje y los peligros que había sobre su vida. Sus
dirigencias tradicionales se encontraban en pleno proceso de recambio, las filas sindicales
todavía se encontraban digiriendo la enorme claudicación del vandorismo y el
participacionismo de Coria, y la nueva dirigencia gremial con Ignacio Rucci a la cabeza no tenía
todavía un peso decisivo. En las filas partidarias continuaba el desfile de Comandos Tácticos y
delegados que caían como fusibles viejos, y las nuevas generaciones todavía no habían
brindado una estructura de dirigentes representativos ni estables.
Pero como siempre, Perón contaba con su pueblo, que había resistido heroicamente
todas las maniobras de proscripción y represión. Sin dirigentes nacionales que los
representaran, se expresaban como una ola de insurrección permanente e inmanejable para
los enemigos de la nación. Además, se sumaban a los trabajadores las nuevas generaciones de
clase media que comenzaban a demostrar su coraje y su valor.
A ellos apelaría Perón para romper el cerco gorila que sus enemigos emplazarían en
Ezeiza, para intentar controlarlo, y algunos de ellos para asesinarlo.”
El espíritu del mayo francés
En mayo de 1968 un espíritu de rebelión contra los sistemas políticos y las autoridades
vigentes se expandió desde Francia hacia el resto del mundo. Lo novedoso de estos sucesos
era la unión de los trabajadores con los estudiantes de clase media que marchaban por
primera vez juntos por las calles de París.
Sin embargo, pese a la eclosión política que protagonizaron, y que obligaron al
presidente De Gaulle a disolver la Asamblea Nacional, luego del adelantamiento de las
elecciones parlamentarias y algunos aumentos de sueldos otorgados a los obreros, todo se
calmó y el sistema pudo absorber la crisis quedando como el referente romántico de una
primavera anarquista.
En Argentina, el reflejo de esta experiencia encontraría una situación muy especial que
la potenciaría de tal forma, que la transformaría en un evento de características realmente
revolucionarias. Perón había logrado derrotar la maniobra de la democracia proscriptiva
llevada adelante por la revolución fusiladora -con la complicidad de todos los sectores
intermedios: sus partidos políticos e instituciones como la justicia, la iglesia, el ejército etc.-.
Había cercado al enemigo borrándole las apariencias de formalidad democrática y
desnudando su patética imagen dictatorial. Si en el 55 los valientes resistentes peronistas se
encontraron con una indiferencia de los sectores medios argentinos, los jóvenes de los sesenta
recibirían la complacencia y el apoyo generalizado de la mayoría de pueblo. La acción política del peronismo había corroído la imagen democrática colonial desarrollada por los libertadores
del 55.
“Todo lo que venía del gobierno era rechazado, por lo tanto había que combatir para
cambiarlo. Había una gran lucha en la que se mezclaba todo un sector mayoritario de la
población (…) por lo tanto si nosotros éramos golpeados teníamos la simpatía, el apoyo de
toda la población. Estábamos todos juntos contra la dictadura (…) Por lo tanto todo lo que se
hiciera para crear un clima, una contrapropuesta contra la postura del gobierno era correcto y todos nos apoyaban desde distintos puntos de vista y sin distinciones partidarias.” (militante del sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba, 1973)
A diferencia del mayo francés, que resolvería su conflicto dentro del sistema político,
en la Argentina la unidad entre los jóvenes de clase media burguesa y los trabajadores se daría
en una acción combativa contra una dictadura que comenzaba a retirarse, derrotada por la
política de aislamiento que le tendía Perón.
Habían sido doce años de indignidad, que generaron en las nuevas generaciones un
rechazo visceral a la formalidad colonial del sistema político pseudo-institucional que imperaba
en el país. Se sumaba a esta situación la falta de acciones tácticas por parte de las dirigencias
políticas en el propio Movimiento Nacional. Varias capas dirigenciales habían pasado desde
1955, y no se había podido consolidar una conducción que sirviera de referente a esta nuevas
generaciones.
Su última maniobra táctica brillante, las tomas fabriles protagonizadas por millones de
trabajadores, se había diluido ante la actitud claudicante de una dirigencia gremial que intentó
capitalizar ese hecho para poner en marcha un proyecto político alternativo al de Perón. Ante
esto, la rebeldía juvenil -en plena efervescencia -, se encontraba ante un amplio espacio
político para actuar, con el apoyo multitudinario de la población asqueada de doce años de
indignidad política, y sin referentes nacionales donde acudir para sus actitudes
insurreccionales.
Esto generaría un ambiente revolucionario que permitiría la más amplia expectativa de
desarrollo de sus rebeldías que estallarían en las manifestaciones populares del Cordobazo, el
Viborazo y el Rosariazo. Estos jóvenes se vieron repentinamente al frente de una insurrección
popular que se derramaba por todo el país sin conducción, producto de la permanente
defección de las dirigencias peronistas que, sin comprender la estratégica de su líder, se
desviaban tentándose con objetivos personales alternativos.
El inusitado crecimiento de su organizaciones y los amplios espacios políticos sobre los
que avanzaba pondrían a prueba su falta de experiencia y darían lugar al peligro del
infantilismo político propio de su juventud.
La gran ilusión de Perón
El país se sumiría luego de los sucesos del Córdobazo en una espiral de violencia
política inflamada con el surgimiento de numerosos grupos guerrilleros de distintas
procedencia ideológica. Muchos de ellos se proclamaban parte del movimiento peronista y
tenían a Perón como su referente máximo.
El embajador Rojas Silveyra visitó Puerta de Hierro con el objetivo de lograr una
declaración condenatoria de Perón a la violencia planteada por los grupos juveniles. La cínica
visión de los profanadores de tumbas y asesinos de trabajadores y estudiantes, exigía la
condena de la violencia sin asumirse ellos como la causa fundamental de la misma.
Sin embargo, el jefe justicialista se encerró en un obstinado mutismo. Poco después
explicaría su postura: “No he hecho ninguna declaración porque pienso que la violencia del
pueblo responde a la violencia del gobierno”. Rojas Silveyra ya no volvería a entrevistarlo.
¿Por qué no se pronunciaba Perón? De sus declaraciones se desprende su convicción
acerca de la existencia de una situación de ilegitimidad manifiesta que contribuía en buena
medida a alentar la violencia y a empujar a muchos jóvenes por ese camino. Por lo demás, la
guerrilla era un elemento que, objetivamente, servía para acorralar al gobierno: el interés
primordial de Perón residía en hacer caer la dictadura -lo había dicho más de una vez- por
cualquier medio.
Perón no podía engañarse pensando que toda violencia cedería por el sólo
advenimiento de un gobierno popular. Por de pronto, no todos los grupos guerrilleros se
manifestaban peronistas: el ERP afirmaba que Perón era “la última alternativa de la
burguesía”.
Pero más allá del camino que tomaran las dirigencias y los grupos de activistas, creía
sinceramente que el cambio en las condiciones políticas haría desaparecer la situación
engendradora de violencia: los que persistieran en ella se irían aislando, porque se estrecharía
su base de reclutamiento. Comprendía y justificaba las rebeldías de los jóvenes, sus ansias de
cambio y de justicia, su concepción romántica de la revolución, a veces lindante en el
desprecio por la propia vida. Esto último resultaba peligroso porque, insensiblemente, llevaba
a relativizar el valor de la vida ajena. En declaraciones a la revista panorama diría: “Si yo
tuviera 50 años menos, no sería incomprensible que anduviera ahora colocando bombas o
tomando justicia por propia mano”.
Había -Perón así lo creía- un enorme potencial transformador en esa juventud
iconoclasta y disconforme: era preciso canalizarlo, ofrecerle caminos de participación política
que no desembocaran en la muerte. Esa sería una tarea -ardua tarea sin duda- que implicaba
no cortar los lazos, porque eso significaría arrojar a los jóvenes que atizbaban la violencia
como medio revolucionario, a un camino sin retorno. Trataría de influenciarlas con su prédica,
insistiendo en que fueran parte de un amplio dispositivo popular donde todos tenían una
función que cumplir, para que las organizaciones que los representaban se abrieran
políticamente. Es decir, se pusieran al servicio de un dispositivo estratégico donde la fuerza
mayor descansara sobre la conciencia popular transformada en una alternativa política. Fuera
esta de carácter insurreccional, electoralista o ambas a la vez.
De esa forma el líder iría enfrentado la influencia metodológica que tendía a cerrar las
organizaciones armadas en sí mismas, tratando de transformarlas en partidos revolucionarios
o vanguardias esclarecidas que indefectiblemente se irían aislando del campo popular siendo
fácil presas de la fuerza de fuego del enemigo.
Perón expresaría una enorme ilusión sobre esta nueva generación, plantearía el
trasvasamiento generacional para darle lugar institucionalmente en el movimiento y
nombraría en puestos claves a sus representantes como Rodolfo Galimberti, y Juan Manuel
Abal Medina
Haría un renovado esfuerzo para brindarle a esta juventud su visión doctrinaria y
metodológica a través de discursos, películas y documentos tratando de encauzar el enorme
potencial vivificador de esa justificada rebeldía.
De nuevo en la patria
En la primer semana de 1972 Perón publica una solicitada en los diarios del país donde
anuncia al pueblo su regreso el 17 de noviembre de 1972. La inminencia del regreso resulta
conmocionante. El 9 de Noviembre, Rodolfo Galimberti convoca a la juventud a concurrir
masivamente a Ezeiza a dar la bienvenida a Perón: “El que tenga piedras que lleve piedras, el
que tenga algo más que lleve algo más”, dice.
Perón regresaba para consumar su cerco político y poner en marcha el frente de
fuerzas sociales, económicas y políticas que aislarían a la dictadura militar, accederían al
gobierno y pondrían en marcha la reconstrucción del país. Era lógico que sus enemigos
intentaran impedirlo. En sus filas había distintas posturas donde se expresaban desde las
dialoguistas, que habían comprendido que era hora de retirarse en orden, y hasta los que
todavía abrigaban la esperanza de eliminar a Perón de cualquier forma.
Perón conocía los riesgos de su viaje y los peligros que había sobre su vida. Sus
dirigencias tradicionales se encontraban en pleno proceso de recambio, las filas sindicales
todavía se encontraban digiriendo la enorme claudicación del vandorismo y el
participacionismo de Coria, y la nueva dirigencia gremial con Ignacio Rucci a la cabeza no tenía
todavía un peso decisivo. En las filas partidarias continuaba el desfile de Comandos Tácticos y
delegados que caían como fusibles viejos, y las nuevas generaciones todavía no habían
brindado una estructura de dirigentes representativos ni estables.
Pero como siempre, Perón contaba con su pueblo, que había resistido heroicamente
todas las maniobras de proscripción y represión. Sin dirigentes nacionales que los
representaran, se expresaban como una ola de insurrección permanente e inmanejable para
los enemigos de la nación. Además, se sumaban a los trabajadores las nuevas generaciones de
clase media que comenzaban a demostrar su coraje y su valor.
A ellos apelaría Perón para romper el cerco gorila que sus enemigos emplazarían en
Ezeiza, para intentar controlarlo, y algunos de ellos para asesinarlo. Ante el llamado del líder,
su pueblo se movilizó hacia Ezeiza en un día gris y lluvioso. Miles de militantes anónimos
comenzaron a rodear al aeropuerto sitiado por el ejército, que había desplegado a miles de
soldados y tanques. A pesar de la gran cantidad de efectivos de seguridad afectados al
operativo, se hizo difícil impedir el paso de las columnas de militantes que se acercaban. Ni las
armas ni la lluvia alcanzaron para persuadir a la gente. Al cerco militar a Perón, el pueblo respondió con un cerco popular. Si algo le pasaba al líder la dictadura debería enfrentar una guerra civil.
Recién en la madrugada del Sábado 18 podrá Perón abandonar Ezeiza, para trasladarse
a la residencia adquirida por el Movimiento, en la calle Gaspar Campos, de Vicente López.
Circularán inciertos rumores, acerca de que sectores de las Fuerzas Armadas atentarán allí
contra la vida del ex presidente.
Los vuelos rasantes de los aviones navales en las proximidades de la residencia,
traerán inquietantes recuerdos de un pasado que, por momentos, parecerá singularmente
próximo. Pero, por la mañana, el sol que comienza a abrirse paso tras la lluvia y las vocingleras
columnas juveniles que vienen a saludar a Perón, parecen disipar los temores.
Sin embargo, el pueblo cercará la casa de Gaspar Campos para garantizar que nada
pueda intentarse contra el hombre que, tras diecisiete años de ausencia, está de nuevo en su
patria.

