El problema no es la política, el problema es la humanidad
Ciudadana argentina envuelta en la bandera de los EEUU en la visita del ex presidente Obama en 2017.-
Por Alejandro Ippolito
«He visto a una muchedumbre saludando el paso de los camiones repletos de milicos armados desfilando con los brazos en alto como los soldados romanos…»
El problema no es la política, el problema es la humanidad, el reencuentro con lo peor de la
especie humana que aflora cuando menos lo queremos, cuando entregamos nuestra
ingenuidad a la ilusión de que en algo hemos mejorado.
Pero no es así, los cambios o son profundos o no son nada, se quedan en los enunciados y
en actuaciones de ocasión que pronto se olvidan y se descartan.
He visto a una muchedumbre saludando el paso de los camiones repletos de milicos
armados desfilando con los brazos en alto como los soldados romanos que regresaban
victoriosos de alguna campaña conquistadora. En Brasil no ha sucedido un golpe, no ahora,
fue el voto popular el que instaló con millones de voluntades a Bolsonaro en el poder.
Pensar en el fraude del voto electrónico es recurrir a la esperanza, porque resulta imposible
pensar en que algo así haya sucedido.
Si pensamos en nuestro país, podemos observar sin esfuerzo el evidente paralelismo- Pero
nosotros veníamos de otro lugar, no pasamos por un golpe institucional como el de Temer
como prefacio, sí hubo golpe mediático y chicanas gremiales y hasta un tupido «fuego
amigo» de los traidores del peronismo. Pero estábamos despidiendo a una presidenta en
una plaza repleta y a los pocos días ya sufríamos las primeras muestras del desastre que no
cesa desde entonces. Pero el odio sí resulta reconocible como el factor común en ambos
casos, tanto en Argentina como en Brasil el odio de los desclazados, de los desmemoriados,
de los que han roto los espejos a piedrazos para negar su propia imagen y suponerse
mejores por esa necesidad idiota de despegarse de su sombra, es la sustancia fundamental
que explica las acciones demenciales de un enorme grupo de personas que inclinan en su
propio perjuicio la balanza y que son capaces de morir con una sonrisa si es que al de al lado
lo matan un rato antes.
La derecha no siembra sobre el cemento, antes están los medios y los jueces que responden
a los mercados y los imperios, entre otros factores, para preparar la tierra donde enterrar la
semilla del desprecio para que prospere la hiedra envenenada. Después solo se trata de
presentar al personaje que hará las veces de verdugo de los enemigos públicos cuyo
identikit ha sido dibujado por el poder del dinero.
La etiqueta preferida de los corruptos es la «corrupción», la señalan sin pruebas en los
populistas y la esconden tras varias capas de maquillaje cuando es la propia y con
evidencias contundentes. Y allí está lo que llamamos pueblo, que no sabe, que no aprende,
que ha sido adormecido con la canción de cuna de la ignorancia, alejado de toda realidad
que no quepa en las pantallas de Clarín o de O Globo.
Pero con solo eso no alcanza, insisto, tiene que haber un ser dispuesto a oficiar de
incubadora para el odio y que se entregue a la tarea de alimentar al monstruo que cuando
crezca terminará por devorarlo. Estoy tentado de llamarlo estupidez, porque son personas
que ponen su cuello a disposición de la guillotina porque les han dicho que de esa forma se
cura el dolor de cabeza.
Vuelvo sobre esta imagen, una multitud saludando el paso de los carros de asalto de los
militares en Brasil, envalentonados por el triunfo del apologista de la muerte y la tortura, un
enorme sector de la población que se revuelca en el odio como en un chiquero y confunden
el estiércol con la felicidad. Y no es un golpe, es una estrategia de control de masas, un
abuso de la inteligencia en favor del exterminio, un complot de los dueños del mundo para
que no haya más berretines populares en América Latina; llámelo como quiera, pero no es
un golpe, es el resultado del Protocolo de Atlanta para derrocar al progresismo en la región
de la mano de los medios y la justicia.
Para que estemos viviendo esta pesadilla es necesario habernos dormido primero.