EL GOLPE DE 1955, EL PRIMER INTENTO DE DESPERONIZAR ARGENTINA
Los Generales Eduardo Lonardi y Pedro Eugenio Aramburu, Revolución Libertadora (1955-1958) de Argentina.
Descabezado el gobierno democrático votado por el 62% del electorado, secuestrado el cadáver de Eva Perón, fusilados civiles y militares y prohibida la palabra “justicia social”, “el capital político del peronismo resultó inquebrantable” dice el autor. Porqué el peronismo sobrevivió.
Por Osvaldo Mario Nemirovsci*
Septiembre 15, 2025
El 16 de septiembre de 1955, Argentina fue escenario de un golpe de Estado. Autoproclamada como “Revolución Libertadora”, esta asonada militar terminó grabada en una vasta memoria colectiva como la “Revolución Fusiladora”. Liderada inicialmente por el general Eduardo Lonardi, un militar de inclinaciones socialcristianas y cierta apertura hacia el peronismo, la revuelta prometía conciliación, con la célebre frase de Justo José de Urquiza: “Ni vencedores ni vencidos”.
Sin embargo, esa equilibrada frase duró apenas un suspiro. A los dos meses, Lonardi fue depuesto por sus propios camaradas y fue reemplazado por el general Pedro Eugenio Aramburu, un ferviente defensor de ideas liberales y antiperonista visceral. Lo que comenzó con visos de concordia derivó en una etapa de represión, censura, intolerancia y violencia estatal.
El golpe no solo buscó derrocar al presidente constitucional Juan Domingo Perón, reelecto con el 62% de los votos, sino erradicar al peronismo como fenómeno político, social y cultural.
Ese gobierno, que había transformado la Argentina durante una década, no era solo una administración pública, sino una identidad arraigada en amplios sectores populares. Como escribió el sociólogo Ricardo Sidicaro, fallecido en junio de 2025, “el peronismo es un presente perpetuo” y, me atrevo a convertirla en “el peronismo es un presente permanente y un pasado que insiste en regresar”.
En verdad es una fuerza que sobrevive a los intentos de borrarla.
El objetivo central del Golpe de 1955, no era únicamente desplazar a Perón, sino desmantelar las bases del peronismo. Desde 1955 hasta 1983, los sucesivos intentos de “desperonización” marcaron la política argentina, oscilando entre la violencia descarnada y las reformas estructurales destinadas a extirpar las raíces del justicialismo.
El régimen instaurado tras el golpe desplegó una campaña de persecución sin precedentes. Entre sus medidas más duras estuvo el secuestro del cadáver de Eva Perón; los fusilamientos de civiles y militares en junio de 1956, ejecutados sin juicio previo y la prohibición de mencionar los nombres de Perón y Evita, así como de cualquier referencia a la justicia social, sus figuras o sus obras.
El peronismo fue proscripto, y cualquier expresión de sus ideas se castigaba con rigor. En verdad fue un intento burdo por su torpeza e inútil por sus resultados, que también incluyeron en la obsesión por erradicar el peronismo medidas, como la degradación militar de Perón y la anulación de elecciones en las que el peronismo, con otros nombres partidarios, triunfaba, como ocurrió en 1962 en varias provincias entre ellas Buenos Aires y en Río Negro.
Estas acciones reflejaban un propósito más profundo: no solo reprimir, sino transformar las estructuras culturales, sociales y económicas que sostenían la identidad justicialista.
El régimen de Aramburu, respaldado por el vicealmirante Isaac Rojas, un antiperonista recalcitrante, dio inicio a esta cruzada con una violencia inusitada. Sin embargo, no fue un fenómeno aislado.
Los golpes de 1966, liderado por Juan Carlos Onganía, y de 1976, conocido como el Proceso de Reorganización Nacional, repitieron el mismo objetivo con métodos cada vez más brutales. La dictadura de 1976, en particular, llevó la represión a niveles extremos. A pesar de estos esfuerzos, el peronismo demostró resistencia y resiliencia.
Ni las balas, ni las cárceles, ni las torturas lograron desarraigarlo. Incluso los intentos más sofisticados, como el de Arturo Frondizi, que propuso una integración del peronismo, o el de Augusto Vandor, quien impulsó un “peronismo sin Perón” en los años sesenta, fracasaron en su intento de neutralizarlo.
El formidable capital político del peronismo, cimentado en su capacidad para representar a las clases populares y articular demandas de justicia social, resultó inquebrantable, en gran medida.
La “Revolución Libertadora / Fusiladora y sus sucesores, subestimaron la resiliencia de un movimiento que no solo era político, sino también cultural y emocional. Los golpistas de 1955, al igual que los de 1966 y 1976, creyeron que podían reconfigurar la sociedad argentina eliminando las bases materiales del peronismo. Pero el peronismo no solo sobrevivió, sino que se reinventó, adaptándose a los cambios sociales y políticos sin perder su esencia.
El fracaso de la “desperonización” es una lección de la historia: las ideas que conectan con las aspiraciones de las mayorías no se eliminan por decreto ni por la fuerza.
Solo son superadas, en marcos democráticos, cuando esos millones, que acompañan, abandonan esa pertenencia.
Sin embargo, la fortaleza del peronismo también plantea un desafío interno. Como toda fuerza histórica poderosa, corre el riesgo de sucumbir a sus propias contradicciones, y vivir el triste proceso de la cariocinesis política, si no logra recomponerse y evitar la implosión que sus enemigos externos no pudieron provocar.
En conclusión, el golpe de 1955 no fue solo un acto de violencia política, sino el inicio de un proyecto sistemático para borrar un movimiento que representaba a millones.
A pesar de su ferocidad, el antiperonismo nunca logró su cometido.
*Ex diputado nacional – Río Negro
Fuente Perfil