CUANDO EL FACISMO REGRESE LO HARÁ EN NOMBRE DE LA LIBERTAD

VisiónPaís/ noviembre 9, 2025/ Sin categoría

Por Rodrigo de Echeandía

Noviembre 6, 2025

Thomas Mann advirtió en 1940 que «cuando el fascismo regrese, lo hará en nombre de la libertad». Ocho décadas después, la frase parece más una profecía que un diagnóstico social de coyuntura. En distintos puntos del planeta, líderes que se presentan como salvadores de la «libertad» encarnan formas nuevas de autoritarismo. Cambian los símbolos, pero no la estructura de culto al líder, la demonización del adversario y la promesa de redención nacional siguen siendo los pilares de una pulsión política que la modernidad nunca logró domesticar del todo.

Rob Riemen, en «El eterno retorno del fascismo», advierte sobre el peligro de la violencia política en sí, haciendo énfasis en el fracaso de la inteligencia. Cuando la cultura abdica de su función crítica, la democracia pierde sentido moral. «La cultura y la democracia son inseparables» escribe; recordando que el propósito último del sistema democrático, es elevar a las personas; no reducirlas a consumidores o votantes pasivos. La democracia, dice, protege todo lo frágil, los niños, los ancianos, los enfermos, los pobres. Cuando deja de hacerlo, deja de ser democracia. La educación y la cultura juegan un papel esencial y en los últimos años la educación abandonó sobre las nuevas generaciones, el incentivo del pensamiento crítico, ese pensamiento que muy bien sabe estimular la lectura, cuando se abordan textos filosóficos, que superen «los 280 caracteres».

El nuevo totalitarismo, consiste en la «desactivación del pensamiento crítico»

Riemen retoma una intuición que ya estaba en Hannah Arendt, que el totalitarismo no se impone solo con la fuerza, sino con la anestesia del pensamiento. En Los orígenes del totalitarismo, Arendt describe cómo la masa, despojada de criterio y de sentido común, se convierte en terreno fértil para los discursos de odio. Esa «embriaguez de resentimiento» que describe Riemen es la misma que Adorno llamó «personalidad autoritaria», una mezcla de frustración social, antiintelectualismo y fascinación por el poder.

La crisis actual no es solo económica o institucional; es una crisis de «razón pública», una patología de la inteligencia colectiva. La sociología moderna, ya había advertido que cuando el cálculo instrumental, se impone sobre la ética y la cultura, la política degenera en administración técnica o espectáculo mediático. En ese vacío florecen los discursos mesiánicos, que prometen redención a través de exterminar al enemigo.

El enemigo en la Argentina, hoy se llama «casta», «kirchnerismo» o algún otro «ismo» con aires de izquierda. La lógica es siempre la misma, una identidad pura contra una amenaza difusa. Y esa oposición, tan simple como efectiva, desarrollada casi exclusivamente en clave de redes sociales, desactiva la complejidad y elimina la posibilidad del debate o deliberación democrática. No hay espacio para el pensamiento crítico, ni tolerancia al esbozo de un análisis sobre el tema. Lo que importa es «domar» al interlocutor sin esgrimir mayor argumento que la descalificación o el uso de la falacia.

La Argentina actual ofrece un ejemplo inquietante de este proceso. Javier Milei, que en 2021 irrumpió en la escena política, como un fenómeno excéntrico, logró canalizar el hartazgo social en una narrativa de redención «liberal libertaria». Como ocurrió con Trump en 2016 y 2024 o con Bolsonaro en Brasil. El «outsider» que parecía un bufón (the Joker), terminó encarnando el resentimiento de amplios sectores que se sienten defraudados por la política tradicional. Lo que comenzó como meme, transformándose en catarsis, terminó siendo gobierno.

Antonio Gramsci diría que, toda hegemonía se construye sobre la producción de sentido común. El discurso de la «libertad» se transformó en un dispositivo ideológico que legitima el desmantelamiento del Estado y cualquier política social. En nombre de liberar al ciudadano del «colectivismo», se recortan jubilaciones y se reprimen jubilados, se desfinancia la universidad pública, se reduce el presupuesto en Salud, Educación, Ciencia y Tecnología y se precariza el trabajo. La motosierra no corta solo partidas presupuestaria y estructuras estatales; deja trabajadores sin empleo, corta vínculos sociales, descuartizando la empatía y la memoria colectiva.

Lo paradójico es que buena parte de la sociedad celebra estos golpes como si fueran victorias propias. El antiperonismo mutado en antikirchnerismo funciona como dispositivo emocional de cohesión, el sufrimiento personal se tolera, si el enemigo es castigado. Tanto la psicología clínica como la Social, explican este comportamiento de las masas, de identificación con el líder, que pareciera producir placer en «la agresión compartida». El ciudadano común, el trabajador, es capaz de sacrificar su bienestar, con tal de ver humillado al otro, sindicado como enemigo exterminable. Pareciéramos estar asistiendo, a un período en que la racionalización, no conduce los comportamientos sociales.

Desde una mirada sociológica, lo que podemos observar es una reconfiguración del populismo, en clave neoliberal. La novedad de esta etapa es que «el Pueblo» se define por la defensa del mercado. Es un populismo invertido, el pueblo no se organiza para disputar el poder económico, sino para defender «la libertad del capital», un porcentaje importante de la población trabajadora, pareciera sufrir del síndrome de «Stephen Candie» ese personaje de la película «Django sin cadenas» de Q. Tarantino, que «Jon Kokura» utiliza como metáfora, para aquellos trabajadores, que defienden los intereses y privilegios de sus empleadores. Un esclavo negro, que se identifica con su amo blanco y desprecia a los de su propia raza, actuando como si perteneciera a la misma clase social que su amo defendiendo los intereses de las clases dominantes y justificando sus privilegios ancestrales.

S.C.: – Ha visto amo? Ese negro tiene un caballo!

C.C.: – Y..? Tu quieres un caballo Stephen?

S.C.: Pa´qué coño quiero yo un caballo? Lo que quiero es que él No lo tenga!

«El esclavo no sueña con su libertad, sino en tener su propio esclavo» diría Cicerón

La culminación del proyecto neoliberal, en torno a las relaciones del trabajo, con la uberización de la economía y el trabajo de plataformas, pareciera, lograr convertir al sujeto político, en «pseudo-empresario de sí mismo», responsable de su destino, incluso cuando el sistema lo condena a la exclusión. En esa moral de la autoexplotación, la pobreza deja de ser un problema político y pasa a ser una «culpa individual», una responsabilidad del trabajador que pareciera desconocer que con su esfuerzo sumado al de miles, está llenando las arcas y los bolsillos de un empresario, que multiplica su riqueza, a costa del esfuerzo y la explotación laboral de esos miles.

La consecuencia en la implementación de estas políticas, es que la ciudadanía ya no se concibe como comunidad deliberativa y organizada, con capacidad para decidir sus destinos, sino como agregación de individuos que compiten entre sí, detrás de una zanahoria que jamás alcanzarán. En ese contexto, en donde las instituciones tradicionales de la democracia liberal, no han podido, o no las han dejado ofrecer respuestas a este tipo de problemáticas, pierden legitimidad. La política se convierte en marketing y la democracia se reduce a una técnica electoral, que busca ganar elecciones y legitimar a través del voto la construcción de este nuevo sentido común.

Riemen se pregunta por qué las ciencias naturales avanzan, saben encontrar soluciones efectivas a los problemas de la física, pero las humanidades, con la filosofía en primer lugar, son incapaces influenciar positivamente en la psicología de la sociedad. La respuesta, quizá, esté en la pérdida de sentido, que describía Max Weber con la «jaula de hierro» de la racionalidad instrumental, que ha colonizado todos los ámbitos de la vida. Cuando la técnica reemplaza a la ética y la emoción sustituye al pensamiento, la política degenera en espectáculo.

En la Argentina de hoy, esa «fatiga moral» se traduce en resignación. Muchos eligen no votar y otros lo hacen movidos por el odio, el hastío o el miedo, más que por convicción. La inusitada intromisión de D. Trump en la política interna del país, marcó un punto de inflexión. Violó todos los manuales de la diplomacia, insuflando el temor a la debacle financiera y a una nueva crisis económica, al afirmar que «Si no gana Milei, no hay ayuda». Poco después el Tesoro de los Estados Unidos, intervino en el mercado cambiario argentino, con una maniobra inédita hasta el momento en historia de América Latina (por lo menos tan abiertamente, a la luz de todos, sin ocultar su intención). Una vez más, la historia vuelve a demostrar la extraña capacidad social, de elegir «verdugos en defensa propia». Y así, mientras el Gobierno celebra «el fin de la casta», un sector de la sociedad celebra la derrota del enemigo, aunque eso implique perder derechos conquistados con el esfuerzo y la sangre de nuestros padres y abuelos. El sufrimiento ajeno parece menos doloroso si recae sobre los «kukas»; aunque eso implique aceptar, que el presidente le haga bullying a un niño con trastorno del espectro autista (TEA), desfinanciar el Hospital Garrahan o eliminar los programas de asistencia gubernamental a personas con discapacidad y otro sector, probablemente con menor compromiso político, observa con miedo a las consecuencias que su voto podría provocar en el dólar, la inflación y los mercados.

Una politóloga amiga, me recordaba la máxima aquella de que «los pueblos no se equivocan, los que se equivocan son sus dirigentes» y lo profunda que es la actual «crisis dirigencial», que el Pueblo volvió a optar por sus verdugos, antes de votar a la «histórica clase política dirigente» que se supone, busca velar por el bien común.

Pareciéramos estar en un «interregno gramsciano» Ese período de crisis y transición social, donde lo viejo muere y lo nuevo aún no puede nacer, caracterizado por la inestabilidad política, la falta de orden y la presencia de «fenómenos morbosos». A pesar de los peligros que este estadío presupone, podría ser la oportunidad para que surjan nuevos liderazgos, irrumpan en la escena política, nuevas caras, nuevos conductores, caracterizados por una ética profundamente humanista y profundamente cristiana. Que propicien la «Cultura del encuentro»; que piense la democracia, como ese sistema de gobierno, que tiene como finalidad hacer lo que el Pueblo quiere y defiende un solo interés, el del Pueblo. Que centre sus objetivos, en aquellos que trabajan buscando progresar; donde los únicos privilegiados sean los niños; Que los objetivos políticos sean poner el capital al servicio de la economía y ésta al servicio del bienestar social, propiciando lograr como meta, una Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana.

Fuente Instituto 18 diciembre
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