1955: El retorno del terrorismo político
Del libro de Daniel Di Giacinti, «Peronismo: ¿Reforma o Revolución?»
La incomprensión de los sectores medios de la comunidad expresadas por sus dirigentes
políticos, intelectuales, y empresariales, fue transformándose en un odio implacable. Nunca
entendieron la necesidad de participar dentro de un sistema de democracia social y popular
como planteaba el peronismo.
La revolución necesitaba de ellos como la oposición franca para fortalecer y profundizar el
diálogo.
Simplemente se pedía que se respetara el nuevo protagonismo y la autodeterminación
popular cómo la nueva forma de sostener la soberanía política del país.
Se necesitaba para ello que sus discursos y prédicas no se contrapusieran a las tres banderas
fundamentales del justicialismo: la justicia social, la independencia económica y la soberanía
política.
No se pretendía su incorporación al Partido Justicialista, sino su inclusión al movimiento
nacional, enriqueciéndolo con su mirada opositora y alternativa, que todo sistema
democrático necesita.
Nunca lo entendieron así, siempre vieron esta invitación como una desaparición de sus
individualidades distintivas como partidos independientes.
Es amargo ver hoy, luego de 25 años de democracia en la argentina, cómo todos estos partidos
tomaron la prédica y el discurso del peronismo como propios. Algunos como el partido Radical
han llegado a presentarse a sí mismos, como el Tercer Movimiento Histórico, es decir la
continuación de esas ideas fundamentales.
Cuanto dolor podrían haber ahorrado al país reconociéndolo en su momento histórico
Cuanto favor harían reconociendo hoy ese grave error, para ayudar al reencuentro de todos
los argentinos.
Esta impotencia fue creciendo con el peligroso matiz de un profundo racismo anticristiano,
expresado contra los humildes y los trabajadores.
Perón enunciaría amargamente las acciones degradantes y descalificadoras de la oposición
contra las obras de la Fundación Eva Perón, contra las militantes del partido peronista
femenino y contra todo lo que tuviera que ver con la nueva expresión política de los
trabajadores en la nueva argentina. Eran humillados cruelmente los diputados de extracción
gremial y los agregados obreros de las embajadas argentinas en el exterior. La argentina se
tiñó de un espíritu degradante y racista, donde el ataque a los cabecitas negras y al aluvión
zoológico era un deporte gracioso y ocurrente.
Esta incomprensión los llevó a enfrentar el proceso del peronismo como ciegos opositores. Su
frustración fue transformándose en un profundo odio, que sirvió de campo de acción para que
los enemigos de la nación, pusieran en marcha la herramienta más despreciable de las luchas
políticas: el terrorismo.
La escalada del terrorismo en la argentina del siglo XX (que alcanzaría su máxima expresión en
la represión de la dictadura militar de 1976), comenzó a desarrollarse en la incomprensión de
este fenómeno político que significó el pueblo lanzado a un nuevo protagonismo.
De la burla y la ironía se pasó al insulto y ante la impotencia de no poder derrotar legalmente
al justicialismo, se llegó al asesinato y la masacre sin miramientos.
El terror comenzó con los intentos de golpes militares y atentados con bombas en la vía
pública. Luego fueron la colocación de bombas contra concentraciones de trabajadores, el
asesinato de policías y finalmente se llegaría al bombardeo y ametrallamiento de
muchedumbres indefensas.
Lo más dramático es que ni siquiera existió el pudor ante la hecatombe moral, es más, se
mostró la indignidad con orgullo y los organizadores y responsables del terror, fueron
premiados y erigidos como héroes, siendo luego ministros y embajadores.
La incomprensión de los sectores intermedios del país ante lo nuevo los llevó por el camino
mas despreciable y sin retorno. Todas las organizaciones que participaron de la temible
reacción instrumentada desde la lucidez de los intereses de la antipatria, terminarían
desapareciendo. Los que se sintieron protagonistas orgullosos de la derrota de la “tiranía”,
condenaron al país a la hecatombe institucional mas grave que se tenga memoria.
En esa acción, junto con su ética, su moral y su dignidad, enterraron el destino de las
instituciones que representaban: los partidos políticos, la justicia, el ejército, la intelectualidad
y la iglesia.
Ninguno de estos sectores podría torcer ese tortuoso camino que elegían y lo siguieron hasta
el final, cuando terminaron abrazados (por reconocimiento o inacción), ya sin tanto orgullo ni
popularidad, a la infamia de la dictadura militar mas sangrienta y ruin que conoció la historia
del país.
La ausencia de la mística revolucionaria peronista
“Un movimiento político cuyos dirigentes no estén dotados de que una profunda moral,
que no estén persuadidos de que esta es una función de sacrificio y no una ganga, que
no estén armados de probada abnegación, que no sean hombres humildes y
trabajadores, ese movimiento está destinado a morir, a corto o largo plazo, tan pronto
trascienda que los hombres que lo conducen y dirigen no tienen condiciones suficientes
para hacerlo.” (JDP)
Así como la incomprensión de los opositores los llevó por el camino del terror, la
incomprensión en las filas del movimiento nacional los llevaría al camino de la indiferencia y la
traición.
El peronismo forjó su fuerza en una relación de amor entre el pueblo trabajador y sus líderes
fundacionales.
Esto no bastaba para consolidar la revolución, era necesario incorporar al movimiento al resto
de los sectores que pertenecían al campo popular y aislar a la oligarquía nativa asociada a los
intereses foráneos que siempre atentaban contra el movimiento nacional.
Estos sectores sólo se incorporarían si se les podía explicar en términos ideológicos la
revolución justicialista y eso no ocurriría. Los dirigentes peronistas eran eficaces administrando
los espacios de poder abiertos por el líder y el pueblo trabajador, pero no podrían incorporar a
nuevos sectores al movimiento. La falta de comprensión sobre estas necesidades estratégicas
provocaría el congelamiento de la revolución.
Las dirigencias no se plantearían la necesidad de poner en marcha el proceso de
autodeterminación popular que sería lo único que podría dar sustento a la organización
revolucionaria que el movimiento necesitaba.
Falto de esta dinámica, la mística, la decisión y el entusiasmo desaparecerían en una maraña
de burócratas y dirigentes advenedizos, ávidos de poder y faltos de coraje y valor.
Las organizaciones políticas se nutren y sustentan de su mística revolucionaria, que les da la
decisión y la fuerza. Sólo la certeza de formar parte de una transformación trascendente
podría brindar a los cuadros políticos el compromiso y la solidaridad necesarios para enfrentar
a los enemigos. Era necesaria la fe en el combate, el compromiso total por la causa
emancipadora, y la disposición heroica a poner en riesgo la propia vida.
La ausencia de estos valores en la dirigencia peronista presagiaba el drama que se aproximaba,
La batalla final
La cuestión del petróleo y las inversiones extranjeras, y el enfrentamiento con la iglesia, darían
el marco político al enfrentamiento.
Los argumentos para la batalla final no serían muy profundos o importantes, en realidad,
cualquier argumento serviría para acrecentar el odio y justificar la indignidad.
Habría un Perón Anticristo, para los que justificaban su odio desde sus supuestas virtudes
cristianas.
Habría un Perón Imperialista, para los que lo hacían desde sus ideologías esclarecidas.
Habría un Perón Nazi y otro Comunista, para la hipocresía amparada desde las vacías palabras
del liberalismo, o desde un nacionalismo sin pueblo.
En realidad, lo único que exhibían sin contradicciones era un profundo desprecio a la Argentina
construida por los humildes. Quizás la única “dictadura del proletariado” anunciada por el
marxismo (aunque profundamente democrática) que existió en la historia de la humanidad.
“Para domar la rebeldía de la Marina en junio de 1955 impusieron condiciones leoninas
que, de hecho, equivalían a una extorsión en gran escala. Esa falta de espíritu de lucha
explica la interpretación capciosa que dieron a mi nota dirigida a la Junta de Generales.
Convirtieron un instrumento de pacificación en acta de capitulación. Se olvidaron de
que los poderes constituidos existían en plenitud de vigencia, y que en ningún caso
podían ser destinatarios de una renuncia cuya aceptación, en todo caso, no les
competía ni aceptar ni juzgar.
La deslealtad debe tener naturaleza parecida a los tejidos cancerosos, porque sus
ramificaciones habían invadido el cuerpo vivo de las instituciones. Me quedaba el
recurso de aceptar la guerra civil, que nos aseguraba la victoria por una vía cruenta y
dolorosa. La rehusé sin vacilar.” (JDP)
Perón intentaría conmover a sus propios dirigentes con su renuncia y fogosos discursos
llamando a la lucha para defender las conquistas logradas. Sería inútil.
Su “ejército” estaba compuesto solamente por su pueblo trabajador, acompañado por miles
de “cabos y sargentos” dispuestos a dar la vida. Sin embargo, falto de “generales y Estado
Mayor”, sabía que no podía enfrentar la lucha sin una enorme masacre popular.
Además nunca podría consolidar la revolución sin el concurso de los sectores intermedios,
indispensables para la institucionalización de un nuevo país.
Tampoco lo acompañaba la situación internacional. Aislado, sería fácil presa de los apetitos del
imperialismo.
Es doloroso, pero necesario, señalar que ante la caída de Perón no se realizó un paro de
actividades. Fue anunciado pero nunca ejecutado. Con el líder preso en una cañonera
paraguaya, los dirigentes gremiales se dispusieron a conversar con los subversivos que
llegaban al poder.
Con un gran dolor en su alma, Perón se retiraba tácticamente para volver en el momento
adecuado.
Empezaba la heroica etapa de la resistencia.